Por Oscar Bottasso. Instituto de Inmunología Clínica y Experimental de Rosario. CONICET-UNR, Rosario, Argentina. Publicado en Intramed Journal 4(1): 1-3, 2015
Mi trabajo, lo que he hecho durante mucho tiempo no perseguía ganar los elogios que ahora disfruto, sino sobre todo a partir de una pasión por el conocimiento, lo que advierto reside en mí más que en la mayoría de los otros hombres. Y de ahí que cada vez que encontraba algo remarcable, pensé que era mi deber poner mi descubrimiento en el papel, para que todas las personas ingeniosas pudieran informarse de los mismos. (Carta de Antoni van Leeuwenhoek en 1712)
Habían estado siempre allí, en el rocío de la mañana, las escarchas alcanzadas por el sol y por supuesto la lluvia que tan generosamente baña los suelos y hace posible la vida. Una entre las millonésimas gotas perdigonadas en aquel día lluvioso tuvo su momento de gloria. A punto de precipitarse y consciente que la impertérrita gravedad cumpliría su acometido, un simple comerciante de tejidos medió para que aquella depreciada partícula terminara siendo una suerte de caja de Pandora, capaz de revelarnos secretos totalmente impensables hasta ese momento.
El responsable de “frotar la lámpara” había nacido en 1632, hijo de un cestero y una madre proveniente de una familia de cerveceros. No contó con demasiada educación, puesto que su padre falleció en plena adolescencia y comenzó a trabajar en un comercio de telas, donde tomó contacto con el primer microscopio. No mucho más que una lupa en realidad, el cual se utilizaba para determinar el número de hilos en el paño. Alrededor de 1654 regresó a Delft, donde pasó el resto de su vida. Su negocio de telas y los ingresos que le propiciaba le permitieron vivir cómodamente, y así se hizo de un espacio para dedicarse a otros quehaceres como topógrafo, catador de vinos y alguna intervención en la administración de los destinos de la ciudad. Pero su verdadera afición era la confección de lentes.
Cuándo fue que el hombre comenzó a interesarse por estos adminículos es difícil saberlo. Alguien provisto de un trozo de cristal transparente y cierto grado de convexidad debe haber advertido que los objetos aparecían más grandes de lo que eran en realidad al ser observados a través del mismo. En los tiempos de Roma ya se sabía que ciertos cuerpos transparentes eran capaces de quemar un trozo de tela cuando la luz solar los atravesaba. Pero la primera documentación del poder de ampliación de una lente convexa se dará recién en el 1021 en un texto sobre Óptica escrito por Abu Ali al-Hasan Ibn al-Haytham. Por el mil doscientos y tantos Robert Bacon también la menciona y poco después los italianos comienzan a fabricar lentes que serían utilizadas como anteojos. Debería transcurrir mucho tiempo, sin embargo, hasta que en 1590, dos holandeses fabricantes de gafas, Zacarías Janssen y su hijo Hans, advirtieran que mediante una particular combinación de lentes dentro de un tubo se podía lograr un aumento mayor al alcanzado con una sola, lo que constituyó el puntapié para el desarrollo del microscopio compuesto. Don Zacarías también desarrolló un método para la visión a larga distancia el cual fue adaptado por Galileo en 1609.
Siempre en los Países Bajos y unas décadas después, la historia puso su vara en aquel pañero de Delft dotado de un don natural para el procesamiento del vidrio. El personaje de esta historia se valía de pequeñas varillas de cristal sódico-cálcico expuestas al fuego, tras lo cual extraía algo así como un hilo de caramelo, o si se quiere un largo bigote de vidrio. Al introducir el extremo de uno de esos bigotes en la llama, obtenía una esfera de cristal diminuta pero de alta calidad. A partir de un trabajo adicional que les otorgaba mayor curvatura estas piezas pasaban a constituir las lentes de sus microscopios.
Este amateur más precisamente, Antoni van Leeuwenhoek, confeccionaba sus instrumentos de un modo bastante simple, ya que empleaba una única lente montada en un pequeño agujero presente en una placa de latón, cuya posición y enfoque podrían ajustarse valiéndose de dos tornillos. El aparatejo debía situarse cerca del ojo, y era necesaria una buena iluminación a la par de una enorme paciencia.
Los microscopios compuestos desarrollados varias décadas antes, fundamentalmente por Robert Hooke, y Jan Swammerdam eran un poco más manipulables aunque no lograban un aumento superior a las 20-30 veces. Las simples pero potentes lupas de Antoni lograron, por el contrario, que la magnificación fuera de unas 200 veces. Dotado de una herramienta tan poderosa, hete aquí que un buen día nuestro protagonista se dejó llevar por una gota de agua sin otro futuro que hallarse confundida entre la multitud que ocupaba un recipiente. Mira una y otra vez, ensimismado, hasta que de pronto y casi consternado decide llamar a su hija: ven aquí, date prisa, en el agua de lluvia hay unos bichitos que nadan. Acércate por favor, dan vueltas y son muchísimos más pequeños que cualquiera de las alimañas distinguibles a simple vista.
Sería posible que aquellos animalitos tan pequeños como extraños existieran de verdad. ¿No habría sido acaso una ilusión? Volvió al ataque, y seguían estando allí, no sólo los que ya había observado, sino otros más grandes, dotados de varios piececitos que les permitían desplazarse con gran agilidad, y así otros tantos cada uno con un perfil diferente. ¡Se mueven y recorren grandes distancias en este minúsculo mundo de una gota de agua, por todos los cielos! A pesar de la evidencia, le pareció inadmisible que estas bestezuelas fueran una ofrenda celestial. Dios no haría una cosa así.
Un experimento sencillo podía ayudar a resolver el enigma y felizmente seguía lloviendo. Limpió cuidadosamente un vaso y lo colocó debajo del caño de bajada del tejado, tomó una de tantas gotas y volvió a examinarla. La misma cantilena, unos cuantos bichejos hacían de las suyas en aquel “microestanque”. Pero bien podría tratarse de moradores del desagüe arrastrados por el agua. Era necesario despejar esa potencial fuente de error para lo cual utilizó un plato grande y bien limpio el que fue colocado encima de un gran cajón situado en el jardín, a fin evitar que algunas gotas de lluvia al rebotar salpicaran barro dentro del plato. Ahora sí en condiciones donde no era posible este “sesgo contaminante”, el agua estaba libre de estos bicharracos.
¡Qué alivio! Los cielos habían sido absueltos. Los opinadores que nunca faltan señalan que su pasión por husmear se habría originado tras tomar contacto con el libro de Robert Hooke (1635-1703) Micrographia publicado en 1665 el cual contaba con ilustraciones y descripciones detalladas y exactas de las observaciones de este científico inglés al microscopio.
Aún así, Leeuwenhoek fue el primero en ver animalejos minúsculos tales como nematodos y organismos unicelulares posteriormente denominados protozoos. En esta búsqueda incansable, el comerciante de Delft hizo aportes de gran significación médica. En 1674 observó en profundidad a los eritrocitos superando las descripciones de sus descubridores Malpighi y Swammerdam y tres años después divisó espermatozoides, mientras que en 1683 proporcionó una descripción exacta de los capilares. Día tras día, por sus microscopios pasaron cabellos, hojas, semillas, insectos. Hasta llegó a encontrar parásitos en las pulgas.
También fue el primero en observar en la cola de un pececillo, el paso de la sangre desde las arterias a las venas a través de los vasos capilares, reafirmando los enunciados de Harvey. Todo cuanto era observado, era apuntado y descrito con una precisión equiparable a la de su arte para crear lentes. Dado que no era ducho en esto de bosquejar sus observaciones, contrató a un ilustrador quien se encargó de preparar tales dibujos, y de ese modo otorgar mayor claridad a sus descripciones. Tanto descubrimiento finalmente llegó a atravesar los confines, y en honor a la verdad ello se debió a las gestiones de buenos oficios de un médico muy respetado en Delft, Regnier de Graaf; el mismo de los folículos! Consciente de la relevancia del trabajo de Leeuwenhoek, en 1673 escribió una carta a Henry Oldenburg, secretario de la Royal Society de Londres, en la cual lo ponía al tanto de los descubrimientos de Antoni. Oldenburg escribió directamente a Leeuwenhoek, para solicitarle más datos sobre sus hallazgos. Poco después el pañero redactó una carta extensa en holandés cuyo encabezamiento resaltaba: “exposición de algunas observaciones hechas con un microscopio ideado por Mr. Leeuwenhoek, referentes a las suciedades que se encuentran en la piel, en la carne, al aguijón de una abeja….”
Este fue el comienzo de una extensa labor epistolar con la Real Sociedad, aunque por supuesto la entidad no le otorgaría un cheque en blanco porque sí. En 1678 el círculo académico encomendó a Robert Hooke para que examinara los resultados obtenidos por Antoni. Hooke no hizo más que verificar la existencia de aquellos pequeños animalillos; y de ahí en más sus hallazgos lograron la tan merecida aceptación. Antoni, incluso les cedió más de 20 lentes para que los británicos pudieran observarlo con sus propios ojos. Hooke, por su parte, construyó microscopios según las recomendaciones de van Leeuwenhoek y así pudo confirmar las observaciones del holandés. En 1680, el ilustre pañero fue admitido en la Sociedad. Gracias a ello, sus escritos fueron posteriormente traducidos al inglés o al latín, y otros tantos regularmente publicados en los anales de dicha sociedad científica.
Diez años después del comienzo de su correspondencia con Londres, Leeuwenhoek les envió un reporte sobre sus investigaciones acerca del contenido de la placa dental, que en realidad sería el primer registro de las bacterias: “vi, con gran asombro, que en la citada materia había muchos muy pequeños animalillos vivientes, muy graciosamente móviles. El de mayor tipo tenía un movimiento muy fuerte y rápido…. El segundo tipo giraba como un trompo…. y estos eran mucho más numerosos”.
Es curioso que en ese momento nadie consiguiera entrever la relevancia de tales hallazgos.Desprovisto de la formación académica, las descripciones de Antoni no tenían el vuelo que supo darle Robert Hooke, uno de los investigadores más mentados del siglo XVII con contribuciones en variados campos de la ciencia como la física, la astronomía, la química, la biología y la geología. El primero también en acuñar el término célula en 1665, al advertir una suerte de “poros” en un trozo de corcho, los cuales habrían constituido una suerte de contenedores de los “jugos nobles” de los que se valía el alcornoque viviente. Aquellas estructuras del corcho en forma de caja remedaban las celdas de un monasterio y la célula fue presentada en sociedad.
Aún así, la empresa de Leeuwenhoek encajaba de lleno con la pasión experimental desatada en el siglo XVII. Para los empiristas la única causa del conocimiento era la experiencia, no creían en un dominio a priori de la razón tan caro a los racionalistas. Desde la mirada del empirismo el ser humano, era una tabula rasa, una terreno virgen que iba siendo ganado por la experiencia. Todos nuestros conceptos derivarían de ella. La experiencia sensible era el origen único del conocimiento humano científicamente válido. Aquella afirmación de los empiristas ingleses “deben hacerse todos los experimentos posibles”, era precisamente lo que había venido llevando a cabo nuestro pañero. Sin lugar a dudas, los académicos insulares se sentían gustosos de darle la bienvenida a bordo.
En ese ímpetu casi arrasador, dicha escuela de pensamiento también sostuvo que en circunstancias y condiciones similares, la relación observada entre determinados factores, se hará extensiva a otros elementos del mismo tipo. Asimismo postularon que todo objeto complejo era susceptible de ser conocido a partir de cada una de sus partes. Nadie está libre de excesos, pero de momento eso es harina de otro costal. Para bien de la ciencia y tras tantos tropiezos, finalmente hemos entendido que la constitución del objeto de estudio implica una profunda reflexión en torno a qué tipo de entidad nos estamos refiriendo; de qué modo la iremos a abordar y cómo llegaremos a conocerla….recorte de por medio. En definitiva, una ley sin universalidad y sujeta a revisión.
Disquisiciones aparte, Leeuwenhoek fue un llamado de advertencia que lo percibido a prima facie como una simpleza o trivialidad no necesariamente es así. Más aún, en la medida que contemos con mejores “instrumentos” de aprehensión, esa realidad, o la ilusión persistente como la denominara Einstein, se irá tornando paulatinamente menos desconocida. Los más sabios también consiguieron hacer un uso muy perspicaz de otras lentes emplazadas en lo profundo de nuestro ser.